No es ella, es el Estado, el agresor

Irma Hernández Cruz no murió de un infarto. La mató el terror. La mató la violencia estructural. La mató el abandono del Estado que, ahora, con cinismo, quiere disfrazar el feminicidio con “muerte natural”.

Irma tenía 62 años, era maestra jubilada y taxista en el municipio de Álamo Temapache, en el norte de Veracruz. Era dueña de su esfuerzo, de su trabajo honrado, de dos taxis que conducía para vivir.

Fue secuestrada a plena luz del día, frente a otros taxistas y transeúntes, por un grupo armado que actuó con calma, sin prisa. Nadie los detuvo. Nadie los persiguió. Nadie llegó. Estuvo desaparecida por varios días.

Luego apareció en un video: arrodillada, esposada, rodeada por hombres armados y encapuchados. Forzada a hablar, a advertir a sus compañeros que pagaran la cuota del crimen organizado: “Con la mafia veracruzana no se juega, o terminarán como yo”. Su voz se quiebra, pero no su dignidad.

Días después, su cuerpo sin vida fue hallado dentro de una construcción abandonada. Las autoridades informaron que no fue asesinada, que murió de un infarto. Como si eso borrara el contexto de terror, la humillación, la violencia y el abandono. Como si no hubiéramos visto su rostro en ese video, que nos quemó los ojos y la memoria.

Y en medio de esta tragedia, la gobernadora Rocío Nahle decidió actuar como vocera de lo absurdo. Declaró que le parecía “extraño” que no hubieran pedido rescate.

¿Extraño? Lo extraño es su falta de empatía. Lo extraño es que no haya una sola autocrítica en su discurso. Lo extraño —aunque cada vez más cotidiano— es que el Estado no actúe con urgencia, hasta que el caso se hace viral, hasta que el cuerpo aparece, hasta que no queda más remedio que salir a declarar algo, aunque sea insensible.

Y como si estuviéramos en una novela de ficción, tras el hallazgo del cadáver y la presión social, mágicamente aparecieron tres personas detenidas. Una narrativa perfecta para calmar la indignación. Víctor Manuel “N”, José Eduardo “N” y Jeana Paola “N”, presuntamente ligados al mismo grupo delictivo.

A ella se le encontraron una libreta de cobro de piso, un arma, marihuana y una camioneta con placas de Tamaulipas. Todo perfectamente armado, listo para el boletín.

Pero seamos honestas: en un país donde más del 90% de los delitos no se resuelven, ¿vamos a creer que la justicia se aplicó con tanta rapidez y eficacia? Ojalá fuera tan fácil. Ojalá el Estado actuara con este nivel de eficiencia cuando una mujer desaparece, cuando una madre busca a su hija, cuando una víctima sobrevive.

Pero no. La realidad es que, muchas veces, detienen a personas al azar, fabrican responsables, simulan justicia y se aplauden entre ellos, mientras nosotras seguimos enterrando a las nuestras.

El caso de Irma no es un hecho aislado, es un espejo. Es la vida cotidiana de miles de mujeres en México. Su historia nos duele porque sabemos que nos puede pasar. Porque ya nos pasó.

Porque callarlo sería traicionarnos. Nos toca nombrarla, escribirla, contarla. Porque no nos vamos a quedar calladas, mientras a nuestras compañeras las arrodillan, las obligan a hablar y después las matan de miedo.

Leer, escribir y hablar, es una forma de hacer justicia. Es nuestra forma de resistencia. Es romper con la narrativa oficial que quiere hacernos creer que “fue el corazón”. No. Fue el crimen. Fue el Estado. Fue la impunidad. Fue el miedo que mata lento y sistemático, especialmente a quienes nacimos mujeres. ¡No fue ella. Fue el Estado. Fue el agresor!

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Daniel Aguilar
Daniel Aguilar

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