
En Puebla, el eco de la violencia machista retumba una vez más con nombre y apellido. September Vélez ha denunciado con pruebas irrefutables a su ex esposo, el médico Armando “S”, por intento de feminicidio, violencia vicaria y sustracción ilegal de sus hijos.
Y aunque las evidencias son claras —videos, fotografías, carpetas de investigación activas— las autoridades siguen reaccionando con una parsimonia cómplice, que deja a las mujeres expuestas, vulnerables, en una lucha asimétrica contra el poder y el privilegio masculino.
Armando “S”, no solo representa al agresor que se escuda en su bata blanca y su título de especialista. Es el rostro de un sistema que tolera la violencia mientras venga de un “profesional respetado”.
Un médico que, a pesar de haber amenazado con una pistola a la madre de sus hijos, de haberla golpeado brutalmente, de haber burlado la ley para arrebatarle a sus hijos, sigue sin enfrentar el peso completo de la justicia. ¿De qué sirve tener juezas que otorgan custodia, si los fallos judiciales son ignorados por quienes pueden más que la ley?
Este caso escuece porque lo hemos visto repetirse una y otra vez. La violencia vicaria, esa forma cruel de agresión que utiliza a los hijos como herramienta para seguir controlando y destruyendo a una mujer, no es una anécdota. Es una práctica sistémica y despiadada.
La justicia para September es urgente, y no puede quedarse en la suspensión temporal del agresor. Debe haber un castigo ejemplar, la restitución inmediata de sus hijos, y una respuesta estatal que esté a la altura del horror.
Pero mientras la impunidad insiste en blindar a los agresores, también emergen señales de que la lucha sí puede dar frutos. La semana pasada se dictó una sentencia de seis años de cárcel por violencia familiar contra Javier López Zavala, el ex político señalado como autor intelectual del feminicidio de la activista Cecilia Monzón.
Una condena que llega tarde, sí, pero que marca un parteaguas. Por fin, el sistema reconoció lo que Cecilia denunció en vida: la violencia no solo se vive en el hogar, también se institucionaliza en los partidos, en los juzgados, en el silencio cómplice.
El fallo —aunque insuficiente para quienes hemos perdido a una hermana, una madre o una amiga— representa un precedente legal. La posibilidad de que un hombre poderoso sea condenado por ejercer violencia machista, no debe ser una excepción, debe ser la regla.
La “Ley Monzón”, aprobada tras el asesinato de Cecilia, suspende la patria potestad a los feminicidas. Pero aún falta voluntad política para que se aplique sin titubeos. La ley sin acción es letra muerta. Y mientras tanto, hay niños como los de September, arrebatados, utilizados, en el limbo de un sistema que no protege ni castiga.
Hoy, en los rostros de September y Cecilia, vemos las múltiples formas en que se manifiesta la violencia feminicida. Desde la amenaza directa hasta la institucional. Desde el puño hasta el escritorio. Desde la omisión hasta el crimen.
Por eso, levantamos la voz. Porque el dolor de una es el dolor de todas. Porque las pruebas están, los nombres están, la urgencia también. Lo que falta es que la justicia deje de mirar hacia otro lado.
Que se escuche fuerte: la violencia vicaria y el intento de feminicidio no pueden quedar impunes. Si el Estado no actúa, será cómplice. Porque cada sentencia ganada, cada medida de protección que se respeta, cada agresor encarcelado, es un paso más para que ninguna mujer más tenga que gritar: “¡Temo por mi vida!”.