Nicolás Dávila Peralta

El culto al sufrimiento
Ha concluido la Semana Santa, un tiempo en el que la gente elige entre dos caminos: los viajes, principalmente a las playas, o las manifestaciones religiosas. Es en este segundo camino donde las tradiciones religiosas destacan el culto al sufrimiento. El Viernes Santo, que la Iglesia Católica señala como día de duelo por la crucifixión de Jesús de Nazaret, la tradición popular lo ha convertido en un espectáculo que abarca desde el duelo devoto, hasta los espectáculos crueles que en lugar de despertar la devoción, promueven el morbo.
Ejemplos de esto hay muchos, todos heredados de las tradiciones religiosas de origen español traídas no sólo por los frailes evangelizadores, sino principalmente por los que migraron de la península ibérica a la entonces Nueva España. Entre estos espectáculos, que trascienden el aspecto meramente religioso, se encuentran el Viacrucis de Iztapalapa, donde un individuo que personifica a Jesús es crucificado; los engrillados en varias poblaciones de México, personas que semidesnudas arrastran cadenas, cargan varas con espinas y se flagelan.
Estos espectáculos crueles son la máxima expresión de lo que significa para la mayoría de los creyentes la Semana Santa: la semana de dolor, de castigo, de dolorosas penitencias para el perdón de los pecados o para buscar los favores de Dios.
Podemos afirmar que detrás de estas costumbres está la convicción de que, si Jesús padeció y murió por nuestros pecados, yo debo sufrir también para que se me perdonen los pecados. Todo se reduce a una transacción: sufrimiento por sufrimiento.
Sufrimiento y resignación
Esto ha llevado a mutilar el sentido de la Semana Santa y fortalecer el valor de la resignación.
En el cristianismo, la Semana Santa es la culminación de un proceso de preparación para celebrar el triunfo de Jesús sobre la muerte; es un tiempo que inicia 40 días antes, con el ritual del Miércoles de Ceniza, pero cuya culminación es el domingo de Resurrección, donde las iglesias cristianas: católica, ortodoxas y protestantes, celebran ese triunfo de la vida sobre la muerte.
Sin embargo, en la religiosidad popular expresada en las tradiciones dolorosas y marcadas por la crueldad, todo se reduce a conmemorar la muerte y quedarse, en el mejor de los casos, encerrados en el dolor y reforzar la convicción de que en esta vida hay que resignarse frente al sufrimiento, la pobreza, el desempleo, la marginación, los problemas familiares y la violencia. La expresión que resume esta resignación es: “así lo quiso Dios”. El otro extremo es ver esas tradiciones como un espectáculo al que se acude para disfrutar del dolor ajeno.

Resurrección: el triunfo de la justicia
Si analizamos con detenimiento el hecho histórico de la muerte y resurrección de Jesús, nos daremos cuenta de que reducir la Semana Santa a un tiempo de dolor, sufrimiento y resignación, es no entender lo que se conmemora.
Partamos, pues, del hecho histórico. Hace más de 20 siglos, Jesús de Nazaret inició su predicación; anunciaba un nuevo tiempo para la humanidad, un tiempo de justicia para los pobres y oprimidos, reconocimiento de la igualdad de los seres humanos, más allá de su condición social, económica, política, racial. Unido a esto, su predicación ponía de manifiesto la corrupción perversidad de las clases dirigentes de su tiempo. Les echaba en cara a los sacerdotes, levitas, miembros del Sanedrín por reducir la religión a la observancia de normas rituales y la entrega de pingües limosnas.
Frente a la dominación romana, Jesús marcaba una clara diferencia: él proclamaba la llegada de un nuevo tiempo, de justicia y de paz, hablaba de Reino de Dios; sin embargo, distinguía con claridad lo que significaba el poder de Roma, que como todo imperio un día terminaría, y el poder de Dios. Esto lo resumió en una frase: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Su conducta generó el descontento en los dirigentes religiosos y la sospecha de los romanos. Los primeros lo capturaron, lo juzgaron por blasfemo y lo entregaron a los romanos para ejecutarlo. El gobernador Poncio Pilato lo condenó a la peor muerte de ese tiempo: la crucifixión. Pareciera, pues, que la muerte fue el final de la misión de Jesús. Así parecen entenderlo quienes reducen la Semana Santa a un tiempo de sufrimiento.
Sin embargo, el cristianismo se centra en otro hecho: la Resurrección, a la que considera el triunfo de Jesús sobre la muerte, y el inicio de la misión por establecer en el mundo la justicia y la paz.
Así pues, el mensaje real de este tiempo va en sentido contrario de las tradiciones sangrientas heredadas de la cultura religiosa española. Semana Santa encierra un mensaje valioso y clave para el creyente cristiano: al final del sufrimiento está el triunfo.
Esto rompe totalmente con el sentido de resignación. El sufrimiento no es, nunca puede ser el destino del ser humano; el sufrimiento es algo inherente a la lucha, a la conquista de algo mejor. Sufrir por sufrir no tiene sentido, si no es el camino para lograr algo mejor.
El sufrimiento es inherente al ser humano, pero tiene sentido cuando a través de él se llega al triunfo. Sufre la mujer al dar a luz y se alegra al tener a su hijo en los brazos; sufren el padre y la madre para educar a los hijos, pero gozan la satisfacción de verlos triunfar; sufre quien se solidariza con el prójimo, pero se alegra con el triunfo de su lucha.
La Semana Santa nos enseña que el sufrimiento es el camino para el triunfo, que nada se logra si no es a través del esfuerzo. Quedarse en el espectáculo de sufrimiento cruel o caer en la resignación, son caminos contrarios al sentido de la Semana Santa.